Noche de domingo. La cocina se hace pequeña con el trasiego. Candy responde a nuestras insistencias después de que por la mañana consiguiéramos aprovisionarla para llenar esos vacíos existenciales que, troche llegado un punto en la semana, stomach terminan por sucumbirla en un mar de estantes sin dueño ni visitas ocasionales.

Los toques exóticos los ponen los ingredientes sureños: granadas y nueces. En el proceso, luchando contra cáscaras y habitantes pillados de sorpresa, no puedo evitar dejarme llevar por los olores del otoño, el frío húmedo, las comidas al exterior con los perros arremolinados a los pies mientras probamos los primeros gazpachos, naranjas e higos secos.

Y viene su imagen nítida a los pies de la pista de baloncesto. Rodeado de sillas para que los tres insistentes no se acerquen al tesoro, aunque, creyendo que nadie lo ve, de vez en cuando se le escape un trozo de nuez que va a parar a la boca de quien más cerca se encuentre.

Junto a los golpes de martillo, se deshacen las nueces recién caídas del nogal que ya no da sombra. La paciencia infinita que sólo acompaña a la edad, cuando el mundo es cada día un regalo, un tiempo extra con el que no se contaba. Esa cancioncilla siempre en la boca, el tarareo, los ojos verdes que un día trajo, por primera vez, al pueblo. El “pobrecillo” y los tres golpecitos en la cabeza del jefe de la manada, tendido a su lado, que se relame ante los trozos que accidentalmente se olvidan junto a su boca.

Así se llena el cuenco; así, en un abrir y cerrar de ojos, ya se ha vuelto a vaciar. Y queda el sabor, ese que especialmente me gusta, de los frutos aún casi verdes, cuando al partirlos en la boca dejan el regusto amargo y cierta humedad (aunque sepa bien que no es todavía su tiempo).

Me quedo con la sonrisa y deshecho otras dos nueces más que no salieron buenas. La ensalada está lista.